“Entender es siempre limitado. Pero no entender puede no tener fronteras. Siento que soy mucho más completa cuando no entiendo. No entender, del modo en que lo digo, es un don. No entender, pero no como un simple de espíritu. Lo bueno es ser inteligente y no entender. Es una bendición extraña, como tener locura sin ser demente. Es un manso desinterés, es una dulzura de estupidez. Sólo que de vez en cuando viene la inquietud: quiero entender un poco. No demasiado: pero por lo menos entender que no entiendo”. Clarice Lispector.
Corrían los primeros años de la década del ochenta, recién habíamos salido de la oscuridad de la dictadura militar y de Malvinas, y la ciudad se había llenado de mensajes políticos cargados de esperanza. Las medianeras y tapiales de la ciudad de Córdoba eran un campo de batalla de consignas, escudos y nombres, donde dejábamos constancia del futuro que deseábamos para nuestro país.
Con la mirada ya acostumbrada a ese nuevo paisaje urbano, una tarde, en un tapial de Cañada y Duarte Quirós, vi algo totalmente distinto. Alguien había dibujado un grafiti (por entonces los llamábamos murales y no se usaba aerosol), un paisaje hermoso y extraño con raros personajes que flotaban y figuras coloridas que me obligaron, esa primera vez y otras muchas más, a detenerme a observarlas, encontrar siempre cosas nuevas y… no entender.
¿Cómo podía ser que alguien, en ese transitado lugar, tuviera la osadía de robarle esa tapia a la política y expusiera “eso”, pintado con una imaginación desbordante que yo no entendía, pero que me hacía olvidar del resto?
Traté de averiguar quién era ese Aníbal Buede que aparecía firmando en un rinconcito de la obra. “Exalumno de la facultad de Arquitectura y ahora de la escuela de arte Figueroa Alcorta”, me dijeron, pero nunca lo conocí. Y el mural, que sufrió las sucesivas pintarrajeadas de otras elecciones hasta desaparecer, sólo permaneció (y permanece) intacto en mi memoria.
Cuatro o cinco años más tarde, una gran jugada de la vida nos plantó medianera de por medio y espacio común compartido en unos viejos departamentos de Alberdi, y ese fue el punto de partida de nuestra amistad. Allí vinieron hijas e hijos con triciclos, los partidos de Belgrano de los sábados y los asados de los domingos.
Confieso ahora que mi deseo oculto por esos años era ver aparecer esos monigotes del mural de la Cañada en las paredes de su casa de Alberdi, pero Buede ya no estaba ahí. Se había largado a explorar otros caminos del arte: video, performance, instalaciones o fotografía, que le servían para expresarse y contagiar su libertad creativa a sus alumnos y a sus amigos que se cuentan por cientos. Y hasta nosotros, que cada sábado nos juntamos a cenar, dejamos de hablar del viejo mural.
Un pasado que se expresa en presente
El año pasado Buede, y después de 40 años, volvió a pintar. Hoy, el Genaro Pérez reúne una docena de esas obras de gran formato (alguna incluso recuperada del tiempo del mural de la Cañada) bajo el nombre Pinturas. Debería recriminarle por demorarse demasiado en volver a pintar desde aquellos ochenta, pero prefiero callar y disfrutar de los colores, las tramas, los personajes, las texturas, el compromiso y la capacidad de un gran artista de Córdoba.
¿Cómo definir estas obras? No sabría hacerlo. No soy crítico de arte y mis palabras no son de las que aparecen raudas cuando uno las convoca.
Lo primero que me vino a la cabeza al ver las pinturas fueron las películas de David Lynch. Buede estira las formas hasta un punto final donde deberían quebrarse, pero allí las espera su salvación: un bote, un pajarito, una flor… o bien escapan flotando como en un cuadro de Chagall. El maestro del cine hacía lo mismo con sus escenas: las estiraba demasiado para cortarlas después con otros momentos que nada tenían que ver con el anterior. Nosotros no entendíamos, pero disfrutábamos tanto de ese recurso que no nos importaba lo anterior, sino la obra completa. Las pinturas de Buede se muestran orgullosas de un mestizaje que abarca colores llanos, mezclados con otros volumétricos; planos que incluyen guardas omnipresentes que, abruptamente, desaparecen transformándose en una mujer o una montaña. Todo vale aquí. Lo importante es la obra de arte.
Hay figuras apenas bocetadas que nos recuerdan otras que tenemos grabadas en el inconsciente. La mujer de Ascensión puede ser Evita en su lecho de muerte o tal vez la Virgen muerta de Caravaggio. No lo sabremos nunca. Él tiene la humildad de no contarnos nada y dejarnos participar y disfrutar de este juego maravilloso de su intuición. Nada se dice a los gritos; la sugerencia y el susurro son la materia de estas obras, los colores y las formas, su lenguaje.
Al final de cuentas, ya no podré recriminarle no haber seguido pintando después de aquel mural de los ochenta. Esta muestra del Genaro Pérez conserva la pasión de aquellos años, y las obras son sus nuevas hijas, gestadas con el mismo amor de entonces.
PD: Aquel mural de la Cañada está bien guardado en mi memoria, con una pátina de admiración que lo protege. Sigo sin entenderlo y, quizás por eso, se conserva en tan buen estado.
Para visitar
Pinturas. La exposición del artista cordobés Aníbal Buede se podrá visitar durante mayo y junio en el Museo Genaro Pérez. Dirección: General Paz 33. Entrada libre y gratuita.