¿Es posible que una red educativa conecte jardines maternales, escuelas rurales, universidades y centros de investigación? ¿Será que datos meteorológicos registrados por niñas y niños en una plaza, en sus casas o en un patio escolar puedan influir en decisiones de gestión hídrica a nivel provincial? El Proyecto MATTEO demostró, y sigue demostrando, que sí.
MATTEO (Medición Automática del Tiempo de la Troposfera en Escuelas y Organismos) es un proyecto que nace en 2017 de la articulación entre universidades, escuelas y organismos públicos. Esta iniciativa integra ciencia ciudadana, educación STEAM y monitoreo meteorológico en tiempo real y, más allá de la tecnología, propone algo más poderoso: que el conocimiento circule entre generaciones, territorios y saberes diversos.
“Antes, cuando íbamos desde la universidad a las escuelas a dar charlas, quedaba todo ahí: se terminaba la charla y se terminaba el vínculo. Nos volvíamos un poco vacíos. Entonces dijimos: ‘hagamos un proyecto que nos mantenga vinculados, que no sea algo esporádico, sino que se pueda sostener en el tiempo’”, recuerda Marcelo García, profesor de la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, investigador del CONICET y líder de este proyecto, en diálogo con CBA Viva.
Actualmente, MATTEO se inscribe dentro del paradigma de la ciencia ciudadana: una forma de producir conocimiento donde la comunidad no es espectadora, sino protagonista. Los datos recolectados por ella no solo sirven para aprender, sino para transformar.
Niñas, niños, docentes, familias y profesionales colaboran en la recolección, análisis y uso de datos que antes solo circulaban en ámbitos científicos. A eso se suma el enfoque STEAM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería, Arte y Matemática), que rompe la lógica de las materias aisladas y propone un aprendizaje transversal, conectado con problemas reales del entorno.
Pero esto no siempre fue así. El proyecto MATTEO, sus objetivos y su desarrollo se fueron transformando con el paso de los años, hasta que finalmente logró adquirir el reconocimiento y el marco institucional necesarios para seguir funcionando y expandiendo sus horizontes.
—¿Cómo se vinculan con las escuelas e instituciones con las que trabajan y cómo se adapta el proyecto a cada una?
—Nos contactan directamente, nos reunimos con los docentes y, a partir de ese intercambio, definimos cómo implementar el proyecto. No llevamos recetas cerradas: tenemos una propuesta de base, pero cada escuela la adapta a su realidad. Como su nombre indica, el proyecto se centra en el monitoreo automático del tiempo meteorológico. A partir de esos datos, cada institución aborda una problemática local: algunas trabajan sobre inundaciones por escurrimiento o por napas; otras, sobre incendios forestales. Según la zona, las variables que miden las estaciones se vinculan con los desafíos del entorno. Así, los estudiantes no solo aprenden conceptos, sino que aplican el conocimiento en situaciones reales. Ver el impacto directo de lo que hacen también cambió nuestra forma de pensar la educación.
La comunidad genera evidencia para el desarrollo de políticas públicas
“Años atrás, cuando solamente dábamos charlas, les hablábamos a chicos de 10 años sobre vocaciones científicas, y para que ellos tuvieran un contacto real con todo lo que les contábamos, primero tenían que terminar la primaria, la secundaria, empezar una carrera universitaria y, recién cuando se recibieran, iban a ver algo de actividad profesional. Todo quedaba muy lejos en la práctica, así que decidimos cambiar el foco”, recuerda.
“Desde ese momento empezamos a trabajar sobre problemáticas reales, sobre el impacto concreto que pueden tener esos niños hoy. Eso nos cambió un montón, porque ya no se trataba de postergar el efecto, sino de que los chicos volvieran a sus casas con la certeza de que podían generar un cambio real ahora”, apunta.
“Cuando trabajás sobre un hecho concreto y demostrás que todo un curso puede generar un impacto positivo con sus descubrimientos, el incentivo es completamente distinto. Nuestros proyectos están todos articulados con organismos de gestión del agua, por ejemplo. Entonces, ese dato que registra un niño o una niña en la escuela va a un organismo de gestión, y pasa a formar parte de un registro oficial”, explica.
“Podés tener el mejor instrumental del mundo, pero si no estás en el lugar donde ocurren los procesos, ese instrumental no sirve de nada. Y termina pasando que los datos tomados por el pluviómetro de un niño o una niña, hecho con una botellita de plástico cortada, son más relevantes que cualquier otro dato”, ejemplifica.
En 2021 surgió en Argentina el Proyecto Ciencia Ciudadana, que permite que personas de todo el país aporten datos relevantes que se incorporan a registros nacionales. Esto dio un marco oficial a la información obtenida desde los colegios mediante el Proyecto MATTEO.
“No solo se incorporan datos científicos, sino también hipótesis, recomendaciones, y se les permite a todos participar de todas las etapas de un proyecto científico, a partir de la información que generan o de la articulación entre científicos profesionales y la comunidad. Eso nos dio a nosotros un marco general muy interesante”, cuenta Marcelo.
“Cuando todos nos dicen: ‘ustedes planifican’, yo digo: ‘hasta ahora nos dejamos llevar más por el corazón y los sueños’, porque nada de esto lo hubiéramos podido planificar de antemano. Nunca imaginamos lo que está sucediendo”, confiesa con orgullo.
—¿Cómo se organizan todos esos datos que se obtienen dentro del proyecto?
—Tenemos una plataforma para los datos oficiales, que son responsabilidad legal de los organismos del gobierno. Pero como la ciencia ciudadana no puede asumir esa responsabilidad, desde la universidad adaptamos una versión paralela para incorporar los datos generados por la comunidad. Así, tanto los registros oficiales como los de ciencia ciudadana conviven en un mismo formato, accesible para las autoridades. De hecho, gracias a esos datos se detectó, por ejemplo, un evento extraordinario en Elena, Córdoba, que no había sido registrado por las estaciones oficiales. Fue un intendente quien nos contactó, y ese aporte permitió dimensionar correctamente el fenómeno y tomar nuevas medidas.
Más allá de su valor educativo, esto tiene implicancias científicas y de gestión. Hoy se habla mucho de políticas públicas basadas en evidencia, y si esa evidencia la genera la comunidad educativa —niños, docentes, familias—, cobra aún más relevancia.
El deseo de estar donde las cosas pasan
Marcelo nació en Salta, pero desde los 13 años vive en Villa Carlos Paz. “Estudié en Córdoba, hice mi grado y maestría acá, y luego me fui a Estados Unidos a hacer el doctorado. Volví en 2006 con el programa de repatriación de investigadores y, como la mayoría, me dediqué primero al trabajo en laboratorio. Investigaba fenómenos muy específicos, como la turbulencia de fluidos”, cuenta.
“Pero en 2014 llegaron las grandes inundaciones en Córdoba, y desde la gestión provincial nos pidieron colaboración. Ahí fue cuando salí del laboratorio y me encontré con algo que me cambió: el potencial que tiene la comunidad. Entendí que para que los proyectos duren, hay que vincularse con la educación. Las escuelas le dan continuidad, lo incorporan a su proyecto pedagógico, lo sostienen a lo largo del año”, confiesa.
Hoy Marcelo tiene 56 años y es el principal responsable de seguir contagiando esta pasión por el conocimiento científico a través del Proyecto MATTEO. El equipo que lo acompaña es cada vez más grande: estudiantes de grado y posgrado, becarios del CONICET, futuros investigadores y docentes de todo el país que confían en su manera de enseñar, comunicar y construir conocimiento.
En un país donde a veces parecería que los vínculos entre ciencia, educación y comunidad corren por caminos paralelos, el Proyecto MATTEO demuestra que es posible tejer puentes duraderos.